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La llamada

Actualizado: 30 nov 2021

Las horas previas

Fue un domingo soleado, de esos donde el cielo no tenía una sola nube, podías ver un azul infinito que se perdía con el horizonte, limpio y totalmente despejado. Era un domingo de verano caluroso como cualquier otro, donde rutinariamente desayunábamos, preparábamos el tereré y emprendíamos carretera rumbo a Caacupé.


Recuerdo que estaba muy feliz de pasar ese día sola con mis papás. Todos habían hecho planes, pero el mío era disfrutarlos ese fin de semana, estirando mis últimos días en Paraguay por un ratito más. Decidí ser la conductora asignada, cruzamos San Lorenzo, Capiatá, Itauguá mientras íbamos hablando de quién sabe qué cosas, mi padre sentado a mi lado y mi madre atrás, riéndonos a ratos, escuchando música en otros. Haciendo memoria ese día le había dicho a mi mamá que no cocinara, que pasaríamos al super por unas milanesas y una ensalada, todo estaba planeado como cada domingo. Hasta que mi celular sonó, justo cuando iba abriendo el portón.


La llamada

Hay llamadas que uno nunca las espera, no se imagina, no planea, no desea responder. Son esas que entran inesperadamente, donde escuchas una voz anunciando una noticia que jamás imaginaste recibir. El resto de la conversación se vuelve un balbuceo eterno, el cerebro se desconecta y las rodillas empiezan a temblar, a perder fuerza. Lo que sea que te digan después de oír un informe como ese pierde toda importancia, se esfuma como humareda y ese inmenso cielo azul se vuelve sepia. Todo pierde sentido, los oídos zumban, los ojos buscan otros en los cuales refugiarse y el mundo se desmorona, se hace polvo en un instante. Han pasado diez años de que recibí esa llamada y yo lo siento como si fuera ayer. Todo cambio. TODO.


Recuerdo que me puse muy nerviosa, no entendía nada. Decidí pasarle el teléfono a mi padre, y fuera El quien conversara con esa voz desconocida (luego me enteré que era un periodista de un medio local que cubría esa zona del país). El momento en que sentí que algo muy malo había sucedido fue cuando lo vi alejarse para conversar y no pude evitar preguntarme "¿Porqué se alejaría para hablar?.¿porqué no nos deja escuchar?". Caminó varios metros (que para mí fueron eternos) sobre ese pasto verde recién cortado con olor a campo paraguayo, no volteó en ningún instante, mi madre y yo esperábamos sentadas en la camioneta que estaba a mitad de aquel portón verde que ni siquiera había terminado de abrir, traía el candado y las llaves en mi mano, estábamos inquietas e impacientes, con un nudo en la garganta anhelando que todo fuera una broma y que mi padre nos dijera "tranquilas, se equivocaron. No era El". Pero sí fue.


Cuando por fin dio un giro de 180º y su mirada se encontró con la mía, entendí. Lo entendí todo. Estaba pálido. No dijo más que "Nos vamos. Cerramos el portón y nos regresamos a Asunción. Él va en camino dentro de una ambulancia ya lo pudieron sacar, ella no sobrevivió". ¿No sobrevivió?, ¿Le pudieron sacar?, ¿Sacar de dónde? Mi cerebro repetía no es cierto, no es cierto, no es cierto. Una y otra, y otra, y otra vez. La sensación de un balde de agua fría que cala los huesos impregnó cada centímetro de mi cuerpo, me quedé helada, pasmada, estupefacta. Mis manos temblaban mientras ponía llave y cerraba el candado, una gota de sudor lentamente caía sobre mi espalda, creo que toda mi humanidad sudaba, varias lágrimas luchaban por no mojar mis mejillas. No podía estar mal, no podía romperme, alguien tenía que guardar la compostura y poner paño frío. ¡LPM! dije por dentro, esa persona tengo que ser yo.


Manejé entre llantos y gritos de mi madre y el silencio ensordecedor de mi padre, ese al cual estoy acostumbrada a escuchar hablar sin descanso, ese que tiene una opinión para todo y un comentario acertado. Ese papá enmudeció. Cada ciertos kilómetros emitía dos palabras y volvía a callar. Por mi parte, intentaba calmar a mi madre mientras hacía el esfuerzo de contestar llamadas que no paraban de entrar al celular repitiendo la misma noticia una y otra y otra vez. Lo que estábamos viviendo era una película de ciencia ficción, un mal sueño que deseaba con tantas ganas que no fuera real y del cual pronto me pudiera despertar. La misma pregunta rebotando en mi cabeza ¿porqué?, ¿porqué a ellos?, ¿porqué a nosotros?, ¿porqué?, ¿porqué?, ¿porqué?.


Hay preguntas que nunca van a tener respuestas

Hay personas como Emily que llegan a tu vida para llenarla de alegría, color, amor y muchas risas, esas que tienes la fortuna de conocerlas y hacerlas parte de tu historia, esas que en una primera conversación te sientes a gusto, te das cuenta que viene de una gran familia, con valores, cultura y educación. También hay personas como Santiago ese hijo y hermano brillante, el ejemplo de mejor estudiante, el que egresó con honores de la marina, el que tiene en su cuarto colgado diplomas de excelencia académica (uno de ellos firmado por Bill Clinton, así de cool es Santiago Iñaki), el deportista de alto rendimiento, el aventurero, cariñoso, silencioso y serio, el que te enseña de fortaleza, dedicación, resiliencia y temple, esas virtudes tan necesarias para enfrentar el momento más obscuro y retador que te haya puesto la vida. Si, son en las situaciones de mayor dificultad cuando debes ser tu mejor versión, esa que no sabías que existía dentro tuyo, esa que te impulsa a sacar energía desde lo más profundo.


Emily y Santiago

Hay dolores que nunca se van y hay heridas que nunca sanan. A veces siento que toca abrazarlas y ya. Bajar las armas, no pelear, no discutir, llorar eso sí. Llorar todo lo que sea necesario para que la tristeza se disipe y el alma se limpie. Llorar como lo estoy haciendo ahora mientras escribo palabras desordenadas en una madrugada fría en México donde el otoño ya anuncia la llegada del largo invierno. A ratos mirando a la nada, en otros llorando en mi total soledad, mientras rememoro el sonido del celular con esa llamada de aquel teléfono desconocido que hubiera deseado no contestar. A veces toca decir adiós a esos planes que estratégicamente diseñaste y abrazar un futuro incierto, ignoto. Uno del cual desconoces, no entiendes, ni manejas el lenguaje (¿creaneoplastía?, ¿traqueotomía?, ¿cánula?, ¿terapia ocupacional?, ¿fisioterapia?, ¿transfusión?, ¿sonda nasogástrica?, ¿fonoaudología?, ¿rehabilitación? ¿lokomat?), uno donde te toca recoger con suavidad y amor cada pieza, abrazar cada parte rota, tratar de unirla con perseverancia y paciencia.


Todo pasó tan rápido

Llegamos a EM y a lo lejos pude ver a Juanpa mi hermano, corrí hacia Él, nos abrazamos tan fuerte que perdí el aliento, me entregué en sus brazos. Nos dijeron "Si se queda acá se va a morir. No hay camas en UTI, no hay equipo para hacerle una tomografía y ha perdido demasiada sangre. Yo sugiero que si tienen los recursos lo saquen de acá YA". Las horas avanzaban y teníamos que resolver, buscar soluciones, ordenar nuestro caos. Logramos trasladarlo a un hospital privado. Llegué primera con sus documentos y mi mamá en una ambulancia con Él unos minutos después. Lo ingresaron, firmamos papeles y comenzó la cirugía, había que descomprimir la cabeza que llegó con 18 derrames, abrirle el cráneo y cerrar la herida de la pierna, que de eso se ocuparían más adelante. Ahora toda la concentración estaba puesta en un sólo órgano: El cerebro.


Más de 6 horas después, el neurólogo nervioso y con la voz quebrada nos invitó a pasar a una sala y nos comentó la situación, "Pronóstico reservado, paciente muy delicado podría no pasar esta noche. Hay que esperar 72 horas críticas". ¿SETENTA Y DOS HORAS DOCTOR?, eso son TRES días. Tres días más sintiéndonos una partícula en este planeta, tres días de incertidumbre, tres días con un nudo en la garganta que no te deja respirar. No voy a mentir, nos sentimos acosados por personajes que sólo se acercaron por morbo y por curiosidad, tristes por leer titulares que decían medias verdades o comentarios que afirmaban grandes mentiras. Pero también contenidos por esos que nos aprecian de verdad. Fueron tres días de no comer, no dormir, no pensar. Cadena de oración aquí y allá, amigos que llegaban después de la oficina a contener nuestra angustia. Más cigarrillos y caminatas en zig zag, gastando suelas en los largos pasillos de aquel hospital, con el corazón palpitando fuerte en cada latido. Fueron las 72 horas más largas de mi vida (Madre mía no se lo deseo a nadie, en verdad).


Hablo muy poco de esto. Con muy pocas personas tengo la confianza de contar y que sepan lo que me pasa por dentro, pero sentí (quizás en una suerte de catarsis) la necesidad de narrar con total verdad y memoria fresca, lo que personalmente experimenté ese 27 de noviembre del 2011 y los días consecuentes, esta es mi versión de nadie más. Cuando intento explicar lo que vivimos como familia uso la analogía de que es como estar parado sobre un hermoso y perfecto tapete, bordado, de colores preciosos, con seguridad y estabilidad. Haces planes con gran ilusión, calendarizas todo, organizas tu futuro a mediano o largo plazo, defines metas o viajes, fiestas y vacaciones. Claro, todo está fríamente calculado, ¿qué podría salir mal?, ¿qué cambiaría el rumbo de todo lo que ya he podido imaginar?. Hasta que llega alguien y estira ese tapete sin avisar, estas por unos segundos aturdido, desorientado, mirando de lado a lado. Pierdes total sentido de ubicación, en verdad no crees. No quieres creer lo que escuchaste. Te niegas y hasta ríes un poco, recuerdo que dije "este está equivocado" y colgué el teléfono. Volvió a llamar y me pidió que lo escuchara, que no estaba equivocado y que en efecto, las personas de quienes me hablaba eran Emily y mi hermano Santiago. Pudo llamarme porque el accidente fue en mi auto, y yo había dejado una agenda con mis datos de contacto escritos en la primera página (ya saben, el típico "en caso de extravío contactar a:….”).


Eso sólido y firme que tenías ya no existe, en su lugar entraron otras palabras con sensaciones reales en cada célula de tu cuerpo: angustia, miedo, dolor, ansiedad, inquietud, agobio. Pero también entró otra palabra, quizás la más relevante e importante de todas: resiliencia. Mis papás, hermanos y yo, decidimos abrazar esta última y tratar de desechar, esconder y enterrar las anteriores. Nos sostuvo la fe, esa que prueba de qué estamos hechos, nos emocionó la inmensa cantidad de donantes de sangre que colmó el lobby del hospital en menos de cuarenta minutos, conocidos y extraños que llegaban a darnos un abrazo y decir "yo sé que no me conocen, yo quiero ayudar a Santiago", recuerdo a un señor adulto como de unos 78 años que llegó ese día agotado después de un viaje de varias horas en camión desde Carapeguá, (¡en pleno verano paraguayo! los que vivimos allá sabemos de qué hablo y el GRAN esfuerzo que esto significa) con los ojos llorosos me dijo "soy un humilde trabajador y yo también quiero donar sangre, ustedes no me conocen pero yo a ustedes sí y les aprecio demasiado” le dije que no era necesario, neciamente me afirmaba que lo haría. Al final nos tomamos una coca cola fría, nos dimos un abrazo y se sentó en el lobby del hospital a acompañarnos un rato.


Nos contuvieron familia y amigos generosos que acompañaron el dolor con tímidas palabras de aliento, buscando transmitirnos esperanza, esa que conforme pasaban las horas desaparecía como arena entre los dedos, nos apoyaron bomberos, médicos, camilleros y enfermeros nobles en su trato, prudentes en sus conversaciones, pero la soledad y tristeza ahí estaban. Nos sentíamos solos en esta cruzada.

La vida siguió. El mundo para el resto no paró, todos con sus mismas rutinas, sus mismas vidas y la prensa cambió esta noticia por otros titulares amarillistas. Recuerdo manejar al hospital y en cada luz roja simplemente contemplar, miraba a la gente pasar y no podía entender cómo vivíamos en el mismo lugar pero yo me sentía en otra realidad. En un mundo paralelo. Llantos de nuevo. Llantos en el auto o en el hombro de algún familiar, llantos en la casa o en la capilla del hospital. En efecto, la vida siguió pero la nuestra se congeló.

Primeros días de rehabilitación en CERENIF

Al día siguiente nos convocaron al memorial de Emily en las oficinas del Cuerpo de Paz, fui en representación de mi familia con un esbozo de texto para expresar la tristeza que abarcaba nuestras almas. ”Mi Dios dame fuerzas por favor“ eran las únicas palabras que mi cerebro reproducía en loop previo a hablar ante un auditorio compuesto por colegas de Emily, directivos de la organización, diplomáticos de la embajada norteamericana e invitados. Cuando llamaron mi nombre me puse totalmente en blanco, me sentía diminuta, una pequeña hormiga roja, ”dale Jess, vos podes. Yo sé que vos podes” me repetía a mis adentros, quiero creer que una fuerza sobrenatural me empujó de la silla haciéndome levitar hacia el micrófono. Entre palabras cortadas y muchas lágrimas logré terminar de leer lo que puse en aquel papel, ese que el sudor de mis manos hizo diluir la tinta y las palabras apenas se podían entender.

Sentir tanto amor en ese lugar reconfortó mi alma dolida, sus amigos me abrazaron y lloraron conmigo. Empatizaban totalmente con la situación, nadie me hizo preguntas fuera de lugar y por el contrario me daban palabras de aliento para que se las transmitiera a mi hermano. Lo hice. Entre a la UTI vestida de astronauta, guantes, cubrebocas y traje especial para no contaminar. Ahí estaba Él, entre miles de cables, tubos y maquinas pude ver a Santiago, cada centímetro de su cuerpo estaba golpeado. Le repetí y susurré al oído cuanto lo amaban, la infinidad de personas que nos apoyaban, el ejército de amigos y familiares que todos los días nos visitaban. La falta que le haría a mi vida si me dejaba. Apretaba su mano y le repetía “Santi, acá estoy. Yo sé que me escuchas. Acá estoy y necesito que te pongas bien y que luches por tu vida“.


Aprendizajes

Si hay algo que aprendí de todo esto, es que uno no se rinde. Si hay algo que admiré fue la fortaleza de mis padres, la rapidez con que nos organizamos ese día y cómo no dimos espacio a preocuparnos por detalles. Resolver, ese era el objetivo, resolver y mantenerlo vivo.


Aprendí que hay personas que llegan a tu vida con un propósito y otras que se van antes de lo esperado, aprendí a no planear tanto, a decir más te quiero, perdón, te valoro y te amo. Aprendí del poder de la esperanza, a esa que te aferras con uñas y dientes, porque mientras haya esperanza todo es posible. Cambié y soy alguien totalmente diferente, todos cambiamos ese día. Aprendimos a emocionarnos juntos por pequeños logros de Santiago que para nosotros eran ENORMES (¡ya mueve un dedo!, ¡ya no necesita collarín!, ¡ya logra sostener la cabeza!, ¡ya puede tragar!, ¡ya dió un paso más!), lloramos abrazados y en soledad, nos frustramos y conmovimos, celebramos cada momento como si estuviéramos en un mundial y cualquier avance de Santiago era un gol de media cancha en la gran final. Juntamos nuestras partes rotas y las intentamos unir. Ahí seguimos... cada quien procesando en conjunto y de manera individual aquel domingo.


¿Y qué pasó diez años después?

Entendí que hay familiares que son grandes desconocidos, pero hay amigos que son familia. Con ellos vivimos momentos que ponen a prueba el carácter de una persona, ellos saben muy bien cuanto los queremos y respetamos, lo bien que le hace a nuestras vidas tenerlos cerca, lo importante que fue haber contado con ellos aquel domingo fuera del hospital llevándonos comida, compartiendo un cigarrillo, secando nuestras lágrimas y abrazando nuestro sufrimiento. He querido expresar a cada uno de ellos de manera individual mi estima y mi amor sincero, mi aprecio y gratitud, mi tristeza y mi ilusión por cada logro que mi hermano alcanzaba por muy mínimo que sea. Gracias por alegrarse con nosotros y acompañar en momentos de quiebre, de dolor, de congoja y desesperación. Ustedes saben quienes son.


Mi madre alimentando a Santiago y estimulando la deglución.

Describir ese domingo es complicado, aunque lo he intentado. Aún en este momento y viendo en retrospectiva me es difícil pensar en ello y recordarlo me duele, porque estaba aterrada de qué podía pasar. La sensación que esto te provoca es asfixiante y en un principio predomina una fuerte sensación de tremenda desesperanza, procesar el dolor, la tristeza y la frustración es importante, pero también lo es superarlos y no quedarse atorado en el hoyo de la compasión o de la auto compasión, victimización y abandono.


Habrán llamadas que nos sacarán lagrimas de felicidad, otras que nos paralizarán. De lo que sí estoy segura, es que después de cortar el teléfono, toca remangarse y remar, remar con todas tus fuerzas, apretar la mandíbula y todo ese enojo, rabia, dolor y cuestionamientos canalizarlo en cada músculo de esos brazos que NO SE PUEDEN CANSAR DE REMAR, por que las olas son inmensas, la marea brava y la tormenta anuncia días de total obscuridad, ¿pero después? después ese inmenso cielo se vuelve a despejar, el color azul regresa y las nubes desaparecen. Claro, los domingos para mí ya no serán iguales pero, porque yo ya no lo soy. Cambié y esta es mi nueva realidad.

Otras llamadas entrarán, con buenas nuevas (o al menos ese es mi deseo).

Santiago y yo









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